Máximo
dirigente de la Alemania nazi (Braunau, Bohemia, 1889 - Berlín, 1945). Hijo de
un aduanero austriaco, su infancia transcurrió en Linz y su juventud en Viena.
La formación de Adolf Hitler fue escasa y autodidacta, pues apenas recibió
educación. En Viena (1907-13) fracasó en su vocación de pintor, malvivió como
vagabundo y vio crecer sus prejuicios racistas ante el espectáculo de una
ciudad cosmopolita, cuya vitalidad intelectual y multicultural le era por
completo incomprensible.
De
esa época data su conversión al nacionalismo germánico y al antisemitismo. En
1913 Adolf Hitler huyó del Imperio Austro-Húngaro para no prestar servicio
militar; se refugió en Múnich y se enroló en el ejército alemán durante la
Primera Guerra Mundial (1914-18). La derrota le hizo pasar a la política,
enarbolando un ideario de reacción nacionalista, marcado por el rechazo del
nuevo régimen democrático de la República de Weimar, a cuyos políticos acusaba
de haber traicionado a Alemania aceptando las humillantes condiciones de paz
del Tratado de Versalles (1918).
De
vuelta a Múnich, Hitler ingresó en un pequeño partido ultraderechista, del que
pronto se convertiría en dirigente principal, rebautizándolo como Partido
Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP). Dicho partido se
declaraba nacionalista, antisemita, anticomunista, antisocialista, antiliberal,
antidemócrata, antipacifista y anticapitalista, aunque este último componente
revolucionario de carácter social quedaría pronto en el olvido; este abigarrado
conglomerado ideológico, fundamentalmente negativo, se alimentaba de los
temores de las clases medias alemanas ante las incertidumbres del mundo
moderno. Influenciado por el fascismo de Mussolini, este movimiento, adverso
tanto a lo existente como a toda tendencia de progreso, representaba la
respuesta reaccionaria a la crisis del Estado liberal que la guerra había
acelerado.
Sin
embargo, Hitler tardaría en hacer oír su propaganda. En 1923 fracasó en un
primer intento de tomar el poder desde Múnich, apoyándose en las milicias
armadas de Ludendorff («Putsch de la Cervecería»). Fue detenido, juzgado y
encarcelado, aunque tan sólo pasó en la cárcel un año y medio, tiempo que
aprovechó para plasmar sus estrafalarias ideas políticas en un libro que tituló
Mi lucha y que diseñaba las grandes líneas de su actuación posterior.
De
nuevo en libertad desde 1925, Hitler reconstituyó el NSDAP expulsando a los
posibles rivales y se rodeó de un grupo de colaboradores fieles como Goering,
Himmler y Goebbels. La profunda crisis económica desatada desde 1929 y las
dificultades políticas de la República de Weimar le proporcionaron una
audiencia creciente entre las legiones de parados y descontentos dispuestos a
escuchar su propaganda demagógica, envuelta en una parafernalia de desfiles,
banderas, himnos y uniformes.
Combinando
hábilmente la lucha política legal con el uso ilegítimo de la violencia en las
calles, los nacionalsocialistas o nazis fueron ganando peso electoral hasta que
Hitler -que nunca había obtenido mayoría- se hizo confiar el gobierno por el
presidente Hindenburg en 1933.
Desde
la Cancillería, Hitler destruyó el régimen constitucional y lo sustituyó por
una dictadura de partido único basada en su poder personal. El Tercer Reich así
creado fue un régimen totalitario basado en un nacionalismo exacerbado y en un
complejo de superioridad racial sin fundamento científico alguno (basado en
estereotipos que contrastaban con la ridícula figura del propio Hitler).
Tras
la muerte de Hindenburg, Hitler se hizo nombrar Führer o «caudillo» de Alemania
y se hizo prestar juramento por el ejército. La sangrienta represión contra los
disidentes culminó en la purga de las propias filas nazis durante la «Noche de
los Cuchillos Largos» (1934) y la instauración de un control policial total de
la sociedad, mientras que la persecución contra los judíos, iniciada con las
racistas Leyes de Núremberg (1935) y con el pogromo conocido como la «Noche de
los Cristales Rotos» (1938) culminó con el exterminio sistemático de los judíos
europeos a partir de 1939 (la «Solución Final»).
La
política internacional de Hitler fue la clave de su prometida reconstitución de
Alemania, basada en desviar la atención de los conflictos internos hacia una
acción exterior agresiva. Se alineó con la dictadura fascista italiana, con la
que intervino en auxilio de Franco en la Guerra Civil española (1936-39),
ensayo general para la posterior contienda mundial; y completó sus alianzas con
la incorporación del Japón en una alianza antisoviética (Pacto Antikomintern,
1936) hasta formar el Eje Berlín-Roma-Tokyo (1937).
Militarista
convencido, Hitler empezó por rearmar al país para hacer respetar sus demandas
por la fuerza (restauración del servicio militar obligatorio en 1935,
remilitarización de Renania en 1936); con ello reactivó la industria alemana,
redujo el paro y prácticamente superó la depresión económica que le había
llevado al poder.
Luego,
apoyándose en el ideal pangermanista, reclamó la unión de todos los territorios
de habla alemana: primero se retiró de la Sociedad de Naciones, rechazando sus
métodos de arbitraje pacífico (1933); luego forzó el asesinato de Dollfuss
(1934) y el Anschluss o anexión de Austria (1938); a continuación invadió la
región checa de los Sudetes y, tras engañar a la diplomacia occidental
prometiendo no tener más ambiciones (Conferencia de Múnich, 1938), ocupó el
resto de Checoslovaquia, la dividió en dos y la sometió a un protectorado; aún
se permitió arrebatar a Lituania el territorio de Memel (1939).
Pero, cuando el conflicto en torno a la
ciudad libre de Danzig le llevó a invadir Polonia, Francia y Gran Bretaña
reaccionaron y estalló la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Hitler había
preparado sus fuerzas para esta gran confrontación, que según él habría de
permitir la expansión de Alemania hasta lograr la hegemonía mundial (Protocolo
Hossbach, 1937); en previsión del estallido bélico había reforzado su alianza
con Italia (Pacto de Acero, 1939) y, sobre todo, había concluido un Pacto de
no-agresión con la Unión Soviética (1939), acordando con Stalin el reparto de
Polonia.
El moderno ejército que había preparado
obtuvo brillantes victorias en todos los frentes durante los primeros años de
la guerra, haciendo a Hitler dueño de casi toda Europa mediante una «guerra
relámpago»: ocupó Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Francia,
Yugoslavia, Grecia. (mientras que Italia, España, Hungría, Rumania, Bulgaria y
Finlandia eran sus aliadas, y países como Suecia y Suiza declaraban una
neutralidad benévola).
Sólo Gran Bretaña resistió el intento de
invasión (batalla aérea de Inglaterra, 1940-41); pero la suerte de Hitler
empezó a cambiar cuando lanzó la invasión de Rusia, respondiendo tanto al ideal
anticomunista básico del nazismo como al proyecto de arrebatar a la «inferior»
raza eslava del este el «espacio vital» que soñaba para engrandecer a Alemania
(1941). A partir de la batalla de Stalingrado (1943), el curso de la guerra se
invirtió y las fuerzas soviéticas comenzaron una contraofensiva que no se
detendría hasta tomar Berlín en 1945; simultáneamente se reabrió el frente
occidental con el aporte masivo en hombres y armas procedente de Estados Unidos
(involucrados en la guerra desde 1941), que permitió el desembarco de Normandía
(1944).
Derrotado y fracasados todos sus
proyectos, Hitler vio cómo empezaban a abandonarle sus colaboradores y la
propia Alemania era arrasada por los ejércitos aliados; en su limitada visión
del mundo no había sitio para el compromiso o la rendición, de manera que
arrastró a su país hasta la catástrofe y finalmente se suicidó en el búnker de
la Cancillería de Berlín donde se había refugiado, después de haber sacudido al
mundo con su sueño de hegemonía mundial de la «raza» alemana, que provocó una
guerra total a escala planetaria y un genocidio sin precedentes en los campos
de concentración.